Sueltos los potros de la imaginación, algunos desbocados, las sociedades inventaron nuevas expresiones y buscaron en las redes mediáticas nuevas maneras de descubrir la comunidad, concretar sueños de libertad y soltar lastres. Episodios hubo en que eso que llaman pueblo reapareció de repente. Con igual presteza, aprendió que es el depositario de su propia soberanía y empujó, con fuerza aluvional, un proceso de cambios profundos en el septentrión africano y el Cercano Oriente árabes, donde las autarquías habían hollado en terreno fértil y echado raíces en contraposición a valores universales.
Las masas en rebelión son una constante histórica que remite de inmediato a las revoluciones de mayores consecuencias y a las transformaciones que han rebasado fronteras para renovar el pensamiento humano y la manera de organizarnos en sociedad. Nada tuvo de novedoso, pues, que el virus de la emancipación se esparciera desde Túnez y descubriese en Egipto condiciones ideales de reproducción. Lo inédito en esos estremecimientos de la telúrica política árabe radicó en el protagonismo de las nuevas tecnologías y su aporte a la revitalización de un axioma tan viejo como los Evangelios: “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”.
Fueron instancias para pensar que por fin, arrimada a la tecnología, la información había mutado en agente eficiente para la propulsión de tendencias novedosas, de cambios sociales y políticos, de normas y conductas hasta entonces desconocidas. Asistíamos a la aparición de una cultura supranacional que se desparramaba por todo el globo —no necesariamente en atención a designios imperialistas o a los clásicos males de las teorías de las conspiraciones— y cuya placenta alimentaba el embrión de la libertad. Libertad para pensar, para consumir, para organizarse, para decidir lo individual y lo colectivo en arreglos únicos. Otro es el rumbo. La autarquía ha encontrado maneras de embridar el internet y la telefonía móvil, en ocasiones con la aquiescencia de las empresas y operadoras. Abundan los ejemplos, el último es Irán, de empeño en restar dinamismo a movimientos de resistencia, valerosos y dignos de respeto.
Consubstancial al hombre, la libertad es un derecho que cambia y seguirá cambiando solo en la manera de ejercerlo y adaptarlo a los tiempos y circunstancias. Es este, los usos y límites de la libertad, un proceso dialéctico, inagotable como las posibilidades creativas del ser humano, sin banderas ni adscripciones raciales o culturales.
La naturaleza de la información como energía liberadora tampoco ha experimentado modificaciones de substancia. De nuevo, sí en los modos de difusión y de contención. Y he aquí la otra consecuencia de la revolución que moldea un mundo diferente al que hemos conocido. La forma se ha impuesto al fondo a medida que las sociedades incorporan las nuevas tecnologías de la comunicación instantánea.
Las redes sociales están bajo sospecha, aumentado el recelo por la irrupción de la posverdad como categoría política y herramienta útil; ya no solo para sonsacar incautos, sino para la construcción de una realidad paralela a espaldas de los hechos. La revolución no radica en el mensaje, sino en los medios. El engaño como arma de combate, la siembra de vientos, el entierro de la verdad o el contrabando de gato por liebre tienen una larga historia. La tecnología ha convertido en instantáneo lo que antes consumía tiempo en asentarse. Los remedios, en el caso, se pierden en el camino mientras la enfermedad se propaga como la yerba mala.
¿Contrarrevolución mediática o desborde de energías encadenadas por demasiado tiempo? Más bien se trata de una diferencia de interpretación entre quienes atribuyen a las redes un inherente deber social y a quienes satisface que simplemente sirvan como vehículo de comunicación sin prestar atención al mensaje. Inevitable considerar que Google, Facebook, Twitter, Instagram y el resto son entidades comerciales sujetas a la ley, sí, pero con finalidades no siempre claras. Twitter, recién adquirida por el magnate norteamericano Elon Musk, ha ingresado en una vorágine de cambios cuyo final y consecuencias no se avizoran. La intromisión en la vida cotidiana del ciudadano mediante agentes tecnológicos enquistados en las redes y el internet nos expone a un bombardeo sistemático de consumismo y a la usurpación de nuestras características individuales. Pese al torrente de negatividades, preferible que la plaza pública esté en manos privadas y no de Leviatán. Al menos hace que la gente sea menos extraña una a la otra. También expone los argumentos torpes a la luz pública y al escrutinio.
El argumento de la contrarrevolución se afinca en el análisis diario del grueso de los mensajes. La fuerza de las redes como tegumento social ha mermado considerablemente ante el empuje del individualismo. La conversación pública se ha desviado hacia la intrascendencia cuando no al rescate de viejos atavismos y resurrección de prejuicios. El debate de las ideas o la difusión de mensajes de valor ocupan lugares inferiores. ¿Catastrófico? Simple reflejo del estado de nuestras sociedades y un desperdicio de oportunidad para mejorar la calidad del colectivo, enriquecer el conocimiento e incentivar la buena ciudadanía. Las redes sociales y las nuevas tecnologías nos han brindado el espejo en que nos miramos. La imagen que devuelven podrá no ser la mejor, pero sí la verdadera.
Otro factor explica el por qué las redes sociales han perdido fuelle como agentes de cambio. También uno de sus progenitores, la globalización, atraviesa un periodo de incertidumbres y alteraciones. El orden internacional en que se desarrolló y alimentó confronta tensiones que amenazan con descarrilarlo. Puede que los mercados hayan funcionado mejor, pero en el camino quedan los cadáveres de las comunidades marginadas y volatizadas por choques y tendencias que acentuaron su vulnerabilidad.
Comienzan los estados a despertarse del letargo y a mostrar las garras regulatorias. Por un lado, el fantasma ideológico busca empavorecer al Tik Tok chino hasta que colapse. Hay la intención manifiesta de que las enormes ganancias de estos gigantes paguen una cuota fiscal ajustada a la rentabilidad. Por el otro, los medios tradicionales se quejan con razón de que bajo el escondite del arrebato tecnológico les esquilman el contenido y otros sacan ventaja de materiales informativos que cuesta producir. Los chatbots que han entrado en la moda tecnológica se alimentan de informaciones ya disponibles y al alcance de todos. La novedad radica en su capacidad de coordinar datos dispersos y acomodarlos en una respuesta lógica, bien estructurada y con potencial de pasar como verdad.
Concedido: por internet se esparcen los bulos más catetos, también verdades que la gran prensa pasa por alto. O dramas personales susceptibles de afectar a grandes sectores poblacionales, pero que no logran espacio en los medios tradicionales hasta que se convierten en escándalo. La información no es neutra. Tergiversada o manipulada puede causar daños incalculables. Estas tecnologías ofrecen la posibilidad de difundir grandes mentiras como verdades, amén de que obedecen a una lógica empresarial no siempre en sintonía con las aspiraciones de pueblos oprimidos. El antídoto, sin embargo, viene administrado en el acceso y pluralidad que estos medios traen anejos. Esta dicotomía abre interrogantes cuyas respuestas están aún sin formulación.
De revolución podemos hablar. La contrarrevolución aún sigue en el horizonte.