Por Héctor Gaud
Era la década de los setenta, el pueblo resplandecía y un extraordinario sentimiento invadía la memoria histórica por lo ocurrido en el 65 y, la incidencia de lo que estaba de moda en esos días, se disfrutaba a tope. No existía animadversión en contra de los citadinos contemporáneos, pero, sí una profunda convicción de que haber nacido en un pueblo, era como un bálsamo de bendición divina para los nacidos en esa década, de manera especial, los que por primera vez vieron la luz solar en el 53.
Se divertían con todo lo humanamente inimaginable: la aparición de los Beatles, los Rolling Stones, el alunizaje del apolo 8 y, posteriormente con la PC, el LapTop, Windows, Internet, el derrumbe del muro de Berlin y las torres gemelas, el descubrimiento del mapa del genoma humano, entre otros eventos relevantes. Estos fueron parte de los grandes hechos que galardonaron esa generación que aún algunos de ellos sobreviven y disfrutan. Pedir más supera lo absurdo y lo impresentable. ¡Gratitud eterna!
El sentido gregario permitió ser parte de un pueblo al que se lleva en el ADN de las células humanas, al que se ama profundamente y del que nunca habrá espacio de renegar, aunque los santiagueros lo arrebatan poco a poco, con paciencia, con inteligencia y, sobre todo, de manera estratégica; gracias a la miopía y limitada visión de quienes pueden protagonizar el casamiento con la gloria asegurando un mejor futuro para los pueblos que forman parte de su origen. A pesar de todo, se genera un sentido de pertenencia, porque al final, es un pueblo que abriga el origen de quienes allí nacieron.
En cada barriada, en cada comunidad del pueblo se destacó uno o varios personajes que, por alguna habilidad lo representó. El Morro destacó aquel atractivo joven que residió en aquella casa con colindancia con la verja de la parte alta del cementerio, aquel chico convertido casi en el artículo de lujo de las chicas que querían disfrutar de aquella melodiosa cadencia que solo él y Chencho pudieron desarrollar hábilmente, cuando ejecutaban su rítmico y mágico danzar de los ritmos tropicales. Las muchachas como que se lo rifaban para presumir de él en los bailes pueblerinos que se celebraban en los clubes sociales, boites y discotecas de entonces.
En ese mismo entorno se desarrolló otro de los inquietos mozalbetes que, se auto tituló como uno de los profesionales que ejercían el oficio de la arquitectura, sin aún haber pisado las aulas universitarias. Su convicción de ser un profesional de esa profesión lo convirtió en el primer “fake news” del pueblo. Son conservados agradables recuerdos de aquel inocente, presumido y nobel arquitecto que se creyó sus propias mentiras, pero, quien al final aprendió a vivir de ese oficio. Él era huérfano de madre, su tutelaje lo tenía una prima quien trabajó toda su vida en el ayuntamiento. De su padre nunca se hizo referencia, era algo desconocido.
En las aulas de la escuela él no sentía la misma pasión que mostraba el resto de los alumnos que le acompañaron en los andares escolares. Era un tanto pasivo. Pero, a partir de un determinado momento y, como por arte de magia, el amigo del barrio empezó a desarrollar unas cualidades orientadas hacia el tema de los dibujos arquitectónicos. Una especie de condición autodidacta y empírica resplandeció en él, algo un poco desconocido y extraño. Fue como una especie de decisión sabia: si por allí no puedo, entonces, por aquí lo intento. Y, por los resultados evidenciados, la fórmula le funcionó.
El manejo de la mesada semanal que manejaban algunos de los inquietos miembros del grupo para ir a cine, comprar helados y cualquier otra chuchería propia de los adolescentes de la época, parece que no guardaba cierta armonía con la que ese otro amigo podía manejar. Por eso era muy común tener la necesidad de compartir con él algunos de los momentos de comprar paletas, chicles, mentas, craft, chocolates zero, yun yun, riki taki, morir soñando, boruga, bombones, etc.
Por suerte, el compañero sabiamente mostraba una conducta muy potable y agradable, lo cual permitía que siempre fuera aprobado para compartir juntos algunas andanzas. Sin embargo, un dato interesante era que siempre andaba impecablemente bien vestido, su ropa almidonada y filosamente planchada, era un gran conversador y jocoso por naturaleza.
El que vivía en la calle Beller, era otro excéntrico, excelente y empírico musico de la batería que se comía las uñas casi hasta llegar al borde de la curvatura de la cutícula de los dedos. Una manía un poco rara, pero, así era el sobrino del autor de “Por Amor”. Lo común era verle con los dedos entre la boca o, con las baquetas, o palos utilizados para tocar la batería en sus manos, realizando ejercicios o mímicas para practicar los toques con que ejecutaba genialmente aquel instrumento de la percusión. No se puede ser mezquino, también jugaba bien en el basquetbol.
Cuando se realizaban los ensayos musicales del grupo “Los Profesores del Ritmo”, la abuela del bajista de la agrupación era una pura vaina. Mientras los muchachos del barrio intentaban estar dentro de la casa donde ellos realizaban sus prácticas, ella siempre se preocupó de mantener alejado a los curiosos que pretendían estar lo más próximos de ellos. Los insultos y el repentino lanzamiento de orine era una especie de chiste para aquella abuela que siempre mantuvo una dosis de tabaco dentro de la boca que, al masticarla le producía un marrón y espeso flujo saliváceo que lanzaba en forma de esputo con el que generaba un gran estupor.
El otro, con una plumilla semejante a la que posiblemente utilizó el manco de Lepanto cuando escribió su obra cumbre, así mismo pintaba unas excelentes creaciones de arte en ese barrio donde a pintar se dedicó. Tomaba la plumilla, la sumergía en el pote conteniendo aquella negra tinta y luego realizaba aquellos asombrosos trazados que se convertían en tremenda obra de arte que inmediatamente provocaba una total admiración por el resultado artístico de lo que de allí surgía. Ingenioso, agradable, perezoso, idealista y fabulador, es el resumen de lo que surgía de aquel mellizo a quien la vida ha sobrellevado por encima de su par ido a destiempo.
Residiendo en la calle Hostos de la citadina Santo Domingo hizo acto de presencia. Hacer intentos para sus estudios universitarios en UASD fueron parte de sus pretensiones, pero, el pueblo, tal como lo indican sus sabidurías, generó más fuerza que el vello púbico de una damisela y, el regreso a aquellas calles condimentadas por el salitre oceánico no se hizo esperar. El regreso al pueblo fue una sentencia sin apelación.
El otro era un basquetbolista, un personaje de curiosa imagen física: sus incisivos dientes frontales superiores siempre mostraron una especie de la letra “y”, “ye” o “i griega” invertida. Parece que eso surgió como consecuencia de una caída o desconocido accidente cuando aún era un chico. Sus arqueadas piernas formando aquel pronunciado ángulo arqueado de sus extremidades inferiores, con evidentes muestras de ser un gambado consumado. Polémico, bebedor, pero, sobre todo, un excelente encestador de todo balón que recibiera en sus manos cuando se jugaban los “trepas” (tres contra tres) o los famosos quintetos de basquetbol que se realizaban en el deportivo. De agradable personalidad, jocoso y gran ser humano. Siempre mostró un buen humor, pero, muy circunspecto cuando tenía que lanzar el balón para asegurar los puntos que necesitaba su equipo para ser catapultado como ganador de la competición. Su madre parece que le tenía asignada la tarea de ir al mercado municipal a comprar las carnes y abarrotes que consumían en su casa, porque era muy frecuente verle cuando iba en el trayecto del mercado a su casa, con fundas en las manos donde estaban depositados los productos adquiridos.
¡Así fueron todos ellos!