Por Héctor Gaud
En esa esquina se conjugaban varias actividades. Una de ellas implicaba tener que viajar frecuentemente en una camioneta hacia lugares y municipios periféricos del pueblo, con el propósito de colectar la leña de los arbustos que habían sido talados para ese propósito o, simplemente que se secaron por en proceso natural del transcurrir del tiempo, la sequía y los efectos del medio ambiente. Dentro de esa colección de leña normalmente sobresalían los trozos de árboles de cambrón, por ser los más comunes y abundantes en los lugares un poco desérticos de las áreas aledañas y, porque generaban un buen potencial bioquímico para el nivel de grado de temperatura que se requería para su propósito.
La camioneta, uno de los activos del propietario del establecimiento, regresaba a ese lugar y, allí era descargado aquel material con destino a convertirse en fuego para provocar un aumento en el volumen de aquella masa que surgía de la magia de mezclar la harina, el agua, la sal y la levadura, y algunos otros químicos para producir ese codiciado producto de la diaria dieta de los pueblerinos que, luego sería sumergido en una tasa de chocolate con leche, chocolate de agua, leche, café o, simplemente en un jarro rojo de hojalata donde anteriormente su contenido había sido la salsa de tomate o el queso que donaba la Alianza para el Progreso. En ese rojo jarro conteniendo agua y azúcar, por si eso era lo que había, allí también era embetunado aquella porción de pan que saciaba la necesidad de ingerir los alimentos. Se santificaba el trozo de pan, pero, no como lo hacía el Mesías cuando lo compartió con los doce que le acompañaron. No podía ser pan ácimo porque aumentar su tamaño era una necesidad de orden prioritario para que rindiera y alcanzara para toda la familia.
En el establecimiento propiedad de aquel ciudadano de escaso pelo en la parte externa de su cerebro, con las gafas descansadas en su nariz y, con una eterna y ligera sonrisa en su rostro, era la imagen reflejada cuando él o uno de sus familiares que le acompañaban en el negocio atendían a quienes allí se daban cita para disfrutar del caliente pan recién horneado y que luego era llevado a los hogares para ser devorado con todas las ganas. En las reuniones que celebraban los boys scouts en las proximidades de la logia masónica, tampoco nunca faltó aquel ingrediente de contenido altamente calórico, en cuyos encuentros se compartía ese rico pan sobao o de agua. En esa panadería se creaba una especie de complicidad entre los transeúntes y ese espacio donde era exhibido el resultado de la siembra del trigo. De manera suculenta era saboreado el pequeño pan sobao conteniendo en su tope una porción de azúcar crema salpicada con el rojo sirop de frambuesa. Luego de terminada la ingesta del último bocado de ese rico panecillo, chuparse los dedos era lo propio para eliminar el residuo de azúcar que quedaba y la pegajosidad propia de esa dulce mezcla.
Otro espacio contiguo a ese lugar era una especie de paralelismo imperfecto con pretensiones de explicar lo irracional. El área de aquel espacio era inmensa. Su parte frontal quedaba en dirección a la calle 12 de julio. Una división en madera que cruzaba transversalmente de pared a pared seccionaba el espacio donde estaban ubicadas las oficinas de la administración y, que, a la vez, servía para mantener separados a los clientes o usuarios de los servicios de correos.
Dentro de la oficina de correos, en la parte frontal estaban ubicados aquellos dispositivos fabricados en una especie de aleación de cobre y bronce, pintados en color gris de tonalidad oscura, con su correspondiente cerrojo, una placa donde estaba colocado el número que lo identificaba como un apartado de correos donde los suscriptores de ese servicio recibían sus correspondencias de manera privada y las podían retirar según sus conveniencias.
Ese era lugar que servía como el server o servidor, desde donde y hacía donde, eran enviadas todas las comunicaciones, incluyendo cheques, money order, libros, revistas, cursos técnicos por correspondencias, como el de la Hemphill School y, cualquier otro artículo que dos ciudadanos o instituciones decidieran intercambiar de manera segura alrededor de la isla y del mundo entero.
Pero, el servicio de correos era más que una simple compra de sellos, envío y recepción de correspondencias. Incluía un contenido de esperanza, de ilusión, de una noticia de amor correspondido, la del infortunio de un desamor, la notificación de aprobación para el permiso de una residencia que permitiera vivir en otro lugar del planeta. También el lugar donde los filatelistas acudían a comprar las nuevas series de emisiones de sellos que conformarían aquel pliego de colección que se convertía en un activo patrimonial de quienes ejercían esa actividad. En fin, el correo provinciano también sirvió para albergar a aquel personaje con ojos de color atípicos y diminuta estatura con ínfulas de poeta parecida al estilo Edgar Allan Poe.
Luego, al salir de la planta baja del correo, justo en la misma calle, en la segunda planta estaba ubicada otra oficina que era parte de todo aquel complejo relacionado con la comunicación de la época, como si fuera parte de las oficinas del Pentágono pueblerino. Allí estaban ubicadas las oficinas del telégrafo.
Ese lugar era casi desconocido, en donde llegado el mes de diciembre del 1973, ocurrió que, durante las vacaciones de navidad de ese año, al llegar a la casa, luego de los correspondientes besos y abrazos de bienvenida familiares, la madre extrae un sobre de un florero donde ella colocaba las correspondencias que se recibían en la casa. Con mirada extraña y circunspecto tono voz, procede a realizar la entrega de un sobre que había sido remitido al recién llegado del éxodo universitario. Se trataba de un telegrama de escasas dos líneas, donde una hábil joven decidió expresar felicitaciones por las celebraciones propias de la época.
El espacio de descanso por los efectos de viaje era lo apropiado que ocurriera, pero, la lectura y relectura de aquellas limitadas líneas del telegrama recibido, motivaba a inquietudes y preguntas que no podían ser respondidas en ese momento. Transcurrido el tiempo para tomar el baño y la correspondiente cena con la que toda madre pretende alagar al hijo pródigo que regresa de vacaciones, trasladarse a la oficina de telégrafo, era los justo y apropiado para resolver las inquietudes que quedarían pendientes de respuestas. La reciprocidad a las felicitaciones recibidas fue lo que ocurrió, pero, incluyendo un elemento de diferenciación: en esa respuesta se apeló para que esos de deseos de felicitaciones pudieran de compartidos de manera mancomunada. El tiempo transcurrió y, del resultado de esas dos escasas líneas que fueron tipografiadas hace ya 51 años, hicieron que fueran cumplidas una de las predicciones de Nostradamus con el resultado de una familia de dieciséis miembros.
Cuando la respuesta del mensaje era transmitida a la nueva destinataria, fue curioso observar el formato y los equipos de comunicación que se utilizaban: Plinio, el hijo de Doña Isabel, exhibía excelentes habilidades mecanográficas en el oficio que ejercía, se auxiliaba de un micrófono de pedestal de escritorio, audífonos de usanza, una máquina de escribir Underwood y un implacable silbido bocal. Luego de cada palabra intercambiada entre los interlocutores telegrafistas, para ser convertida en texto formal de un telegrama, entonces, el silbido bocal era la herramienta utilizaba para sustituir el uso de los signos gramaticales relativos al punto, la coma o, el punto y coma. Así se indicaba las separaciones de las oraciones o frases utilizadas en esos textos.
¡Y…así se conformó un trípode, dos líneas y una familia