Apareció de la nada, como si fuera por un acto de magia. A lo mejor como resultado de esa población flotante que por alguna realidad se ve en la necesidad de migrar a algún lugar y, en esa oportunidad, le correspondió al pueblo de Luperón, de Lockward, de Solano y, de otros tantos. Alguien sin el arraigo provincial que caracterizaba a sus nativos de origen, pero, que a lo mejor si lo tenía.
Para los adolescentes y jóvenes adultos de la época, su aparición y debut en la escena provincial, fue registrada en el inicio de la década de los setenta o unos años antes, cuando se le veía circular en los alrededores del pueblo, conduciendo su motocicleta Honda 50, nueva de cajeta, de color blanco hueso que resaltaba por quizá ser la única moto de ese color en el pueblo, en la que realizaba sus deberes como mensajero del hospital Dr. Ricardo Limardo.
De gallarda estatura y de aparente y refinada figura física, aunque la calidad de su material cabelludo, a pesar de su rubio color, lo delataba como consagrado portador de los rasgos negroides que toda la etnia caribeña está condenada a llevar por el resto de los siglos como consecuencia de la mezcla de los genes entre la raza invasora y el precioso color bronceado de Anacaona y sus congéneres.
Como la mayoría de la juventud del pueblo, en esos tiempos, la conducta común era mostrar inquietud por los temas deportivos, académicos, intelectuales y los flirteos entre los que la exacerbación hormonar invitaba a inquietudes permanentes. Él, por el contrario, ya correspondía a la generación de los jóvenes adultos de entonces y, con aparente demostración de ser un ser con ambiciones y ganas de sobresalir, a pesar de las aparentes limitaciones que mostraba en otros aspectos, como, por ejemplo, el de la verbalización de las palabras bien pronunciadas y escritas. De educación muy básica, sin desmedro de su persona como ser humano. Es solo un dato.
Sus inquietudes de novicio fashionista lo condujeron al barrio, allí donde estaba la sastrería de Aguel, en la primera planta de la casa color amarillo de Don Eulises, en la Salomé Ureña esquina Callejón Concordia. En ese lugar se le veía utilizar las reglas, cartabones de madera y la tiza de cera color mamey con que los dedicados al oficio de sastrería realizaban los trazados en los patrones de corte en aquel papel de color cremoso, denominado como papel tipo funda o papel de traza, para luego ser colocado sobre un trozo de tela y así producir la pieza que se convertiría en una prenda de vestir.
En principio, los que conocían del oficio de la sastrería, podían calificar su interés y desarrollo en este oficio, con una valoración de torpe y con reducido o escaso futuro, pero, el tipo era tan torpe, que no se daba cuenta de su torpeza. Y, el desconocimiento y su consideración de la falta de torpeza, lo hicieron casarse con la gloria del fashionismo del pueblo para salir adelante y disfrutar el néctar del éxito.
Su nivel de personalidad tan extremadamente arriesgada, lo llevó a empatar románticamente con una persona, a quien podría ser la ultima con quien el común de los humanos podría considerarlo con competencias para ese logro. Ella ejercía el oficio de la enfermería, de ideales revolucionarios de la corriente catorcista, esbelta, de caminar erguido, capaz y, por demás, con porte de bella mujer. A ella, pudiendo tener él una calificación acumulada por debajo de 3 de 10, fue capaz de cautivarla. Ella vivía en la calle San José, en el área ubicada entre la cañada de la bajaíta y la calle fronteriza de La Rigola, la que desemboca en el puente de La Guinea.
A pesar de su escaso y reducido vocabulario, en los encuentros del domingo en el parque, él era capaz de inter actual y socializar con el grupo de tertulianos con quienes no tenía menudo para devolver, pero, como terco y arriesgado al fin, se resistía a no considerarse como miembro natural de esos grupos y, allí permanecía, como diría la madre de uno de los amigos: “como el que caga y no lo siente”.
Pero, él fue capaz de convertir su terquedad, su enfoque y sus objetivos de vida, para lograr sus propósitos. Al caminar, al realizar cualquier gesto o expresión corporal, el tipo evidenciaba un carácter de persona presumida y altanera. No descuidaba su forma de vestir, siempre con su ropa bien planchada y adecuadamente puesta. Al final supo emerger como emprendedor y empresario de la industria de la moda.
Su apodo o sobrenombre era asociado con el de aquella pieza utilizada para colgar las prendas de vestir en los roperos.