Por Héctor Gaud
Era una persona rara. No acostumbraba a salir del entorno hogareño, a lo más que se exponía era a poner sus antebrazos sobre el marco horizontal inferior de la ventana ubicada en el pasillo central de su casa que se comunicaba, tanto con la acera de la calle frontal que le cruzaba por el frente y, que también se comunicaba con las diferentes habitaciones y la cocina de la casa. Como las áreas de servicios estaban localizadas en el exterior de la vivienda, esa también eran las oportunidades que tenía la abuela para tomar los rayos solares y así también poder exponer su cuerpo para absorber la vitamina D que se asimila por las radiaciones de la luz del sol.
Era asmática crónica, sus días transcurrían bajo los efectos de las hojas que disecaba para luego encenderlas e inhalar el humo que producían y, así poder contralar la interminable condición asmática con la que aparentemente transcurrió toda su vida, como si hubiera nacido con ella o, por lo menos, durante la vida que compartió con sus familiares que le acompañaron. Su parte expectorar la obligaba a emitir interminables esputos que le duraron hasta el día de su partida.
De carácter fuerte, personalidad firme y con la sutiliza de dispensarle una buena pela, a cualquiera de los nietos a quien ella consideraba haberle desobedecido o no quisieron hacerle un mandado, para cuyos fines, siempre se hizo acompañar de una espesa correa en cuero de vaca color marrón, un atado de ramas de árboles secas que siempre estaban enganchadas en el espaldar de su silla donde permanecía sentaba o, sus negras chancletas, que eran confeccionadas por los artesanos zapateros del pueblo.
Esas chancletas se asemejaban a la mitad de un zapato, donde la parte frontal era de piel pulida, la parte trasera descubierta, gruesa zuela extraída del cuero de vaca que compraban en la peletería ubicada en la proximidad de la loma, con la que se confeccionaban las hormas para los diferentes tamaños de los pies y, un taco, como de un cuarto de pulgada de espesor.
Esos eran los elementos que le acompañaban, como una especie de prendas de vestir que ella utilizaba, cuando hacía balancear su derecho brazo hacia las expuestas piernas de los nietos incumplidores con sus deberes o que habían incurridos en conductas reprochables e irrespectuosas con los vecinos y familiares del entorno.
Ella era una amante de la crianza diferida de los nietos, por eso fue perseguida por varios ellos que, a pesar de los reclamos, fueron capaces de amarla tanto o más que a sus propios progenitores.
Para el vecindario, ella era como una especie de matrona, respetada por todos y hasta como una consejera o coaching de usanza. Su hogar fue como una especie de refugio donde diariamente, alrededor de las 7:00 p.m., se reunían familiares y vecinos para escuchar y repetir como papagayos la letanía del famoso rosario que se transmitía por una de las estaciones radiales de la comunidad. Era un ritual aburrido, pero, era como una especie de bálsamo para aquel junte de la comunidad senil del barrio. Al final, resultaba ser una especie de entretenimiento, porque luego le seguía la sesión de los chismes barriales.
Procreó dos hijos, una hembra y un varón. Este último fue un referente de permanente vergüenza para la afanada abuela. La preferencia de aquel hijo por las ingestas etílicas que le provocaban un desdoblamiento de su personalidad, donde una especie de satán diabólico se apoderaba de aquel ser humano que, durante interminables horas de las madrugadas de aquellos días elegidos por el ebrio azar de su condición, lo empujaban a descargar interminables insultos e improperios hacia los seres humanos y familias que estaban localizados en la ruta elegida por aquel embriagado ser humano que, en un espacio reducido de tiempo, se transformaba, de un ser conocido a otro totalmente desconocido. La santería de la abuela no fue funcional para recuperar y remodelar la inaceptable conducta de aquel hijo convertido en una especie de oveja negra.
¡Cuánta tristeza sentiría aquella noble abuela!