Por Héctor Gaud
Para ir a ese lugar de aquella hermética mujer, era posible hacerlo por las calles Antera Mota, la Salomé Ureña o, también por la misma Emilio Prud’Homme. Era la segunda casa que, transitando por la Salomé Ureña de norte a sur, girando a la izquierda, queda ubicada entre la casa de la esquina y la residencia de la familia García Luciano, justo frente en donde vivía Chencho y su familia.
La parte frontal de casa estaba siempre pintada en ese emblemático color verde grosella y, de color blanco los marcos de los ventanales. Era o es una de esas casitas típicas, donde las pinceladas del estilo victoriano se dejaban sentir a través del martillo, el serrucho, la escuadra, el cartabón, los clavos y el lápiz rectangular que utilizaban los carpinteros y artesanos de entonces. Desde la acera de la calle había un escalón desde donde se accedía a la vitrina de cristal y madera, donde se exhibía aquellos ricos dulces y el famoso caramelo en forma de pilón, de color rojo y envuelto en papel de celofán.
Como ella siempre permanecía en parte trasera de la casa, desde donde realizaba su faena de elaboración de aquellos dulces y caramelos, entonces, era normal que el exhibidor desde donde realizaba el expendio de su mercancía siempre permaneciera cerrado con aquel candado que era abierto solamente con aquella llave que ella llevaba colgando con un trozo de tela desde la cintura de su cuerpo.
Cuando los clientes se aproximaban a aquel establecimiento para demandar el rico sabor de aquellos dulces y caramelos, era necesario utilizar la moneda con que pagaría el valor consumido, para utilizar el borde de esa moneda y golpearlo contra el material de cristal de exhibidor de los dulces para que el sonido del cristal y la moneda sirvieran como una especie de timbre. Cuando ella escuchaba aquel sonido, entonces se desplazaba a atender a los clientes.
Ella siempre vivió en la soltería, no se le conoció compañero ni romance alguno. Cuando tenía necesidad de trasladarse al colmado Idalia para realizar las compras de los materiales que utilizaba para la producción de aquellos dulces, era frecuente observarla caminando con aquellos pasos rápidos y cortitos, parecidos a los de una paloma caminando en una plancha de zinc caliente. A veces parece que el tiempo le era muy escaso y olvidaba quitarse el delantal que se ponía cuando estaba en sus tareas de producción.
La casa tenía dos niveles. Ella residía en la planta baja, mientras que, en el segundo nivel, residía otro humano tan extraño como ella. Él era de piel de la que llamamos blanca, con el pelo bueno de unos seis pies de estatura. Trabajaba en la Dirección General de Aduanas, en aquellas oficinas ubicadas en la segunda planta del edificio ubicado en la parte céntrica del puerto marítimo. Siempre con un libro en manos y, normalmente con un cigarrillo como compañero para poder inhalar las bocanadas de humo nicotínico que provocan un arduo trabajo pulmonar y un eventual daño irreversible a ese órgano humano de tanta utilidad. Además de los extraños aspectos conductuales de aquel compañero vecino de la casera y dulcera del barrio, en aquel personaje se conjugaban todos los referentes de un espía al estilo Hércules Poirot. El parque central también fue uno los refugios de ese personaje, donde tímidamente se le veía interactuar con sus semejantes de entonces.
Aunque a veces se le escapaban ligeras sonrisas, ella era de un carácter un tanto complicado, aunque era obvio aquel comportamiento de la dulcera, producto del accionar hormonar de una dama con ausencia de poder drenar aquellas necesidades humanas que activan el estrógeno, la progesterona y testosterona cuando se conjuga el verbo amar de manera práctica y tangible.
Solo Leonardo el del colmado Idalia era capaz de extraerle algunas sonrisas, como consecuencia de las bromas que le hacía a ella.
Aún es posible poder cerrar los ojos, ubicarse frente a aquel exhibidor de dulces y caramelos y pensar en aquella mezcla de azúcar, coco rayado y leche. De esa otra mezcla de azúcar, coco y piña, con batata. El pastoso y cremoso dulce leche, aquellos caramelos de pilón y la inolvidable porción de jalao de coco.
¡Así era aquella damisela que supo agradar el pueblerino paladar con sus dulces y caramelos!