En las décadas de los setenta y ochenta, Venezuela era el país con el mayor ingreso promedio en toda América Latina, tanto que su producto interno bruto per cápita duplicaba al de países como Chile y Uruguay. Caracas florecía con nuevos cafés y restaurantes donde se discutían los triunfos de los peloteros venezolanos de grandes ligas y las posibilidades del país en el próximo Miss Universo. En resumen, en Venezuela “se vivía bien”.
Sin embargo, no todos los venezolanos “vivían bien”. Detrás del crecimiento económico de esos años, se ocultaba una terrible desigualdad que causaba alta insatisfacción entre los sectores olvidados de la población. Esto, combinado con altos niveles de corrupción gubernamental, socavaba la legitimidad del sistema político venezolano.
Peor aún, el auge económico se basaba en gran medida en la venta de petróleo y en el endeudamiento público, beneficios que se concentraban en pocas manos. Cuando llegó el momento de ajustar las cuentas, fue el pueblo venezolano quien tuvo que pagar la factura de un festín que en su mayoría no disfrutó. Este descontento generalizado preparó el terreno para que una figura carismática, prometiendo un paraíso en la tierra, alcanzara el poder. Así fue como Hugo Rafael Chávez Frías asumió la presidencia en febrero de 1999.
Hasta aquí, Venezuela nos deja una primera lección: el auge económico debe ser compartido y el sistema político debe ser percibido como legítimo. De lo contrario, tanto el sistema económico como el político tienen sus días contados.
Durante el gobierno de Chávez, los altos precios del petróleo permitieron implementar una amplia política social que compensó esa deuda histórica con las familias pobres. Además, el estilo personal de Chávez hacía que estas familias se sintieran “escuchadas y tomadas en cuenta”.
En los años de su gobierno, se redujeron significativamente la pobreza y la desigualdad, se construyeron cientos de escuelas en zonas rurales, mejoró el sistema de salud y aumentó el acceso al agua potable. En resumen, los venezolanos que históricamente habían estado al margen del desarrollo finalmente pudieron disfrutar de una mejor calidad de vida.
La generosidad de Chávez no se limitó a Venezuela. A través de Petrocaribe y otros esquemas de apoyo, extendió su mano amiga a otros países latinoamericanos.
No obstante, estas mejoras sociales y ayudas internacionales no se fundamentaron en un incremento de la actividad económica no petrolera, sino que se sostenía exclusivamente de un gobierno “generoso” que tenía suficiente dinero para gastar por el fuerte incremento en los precios del petróleo. Y lo que es peor, todos esos petrodólares no se usaron para promover otras actividades económicas que ampliaran la base productiva del país, ni tampoco se usaron en modernizar la industria petrolera. Como resultado, la economía venezolana se volvió extremadamente vulnerable a las fluctuaciones del precio del petróleo.
Cuando los precios del petróleo cayeron, la economía venezolana se desplomó. El gobierno ya no tenía recursos para financiar su generosidad y recurrió a imprimir dinero. Con Nicolás Maduro en el poder, el banco central imprimió dinero sin control, causando una hiperinflación histórica. La escasez de productos básicos, como la insulina, se volvió común incluso para quienes podían pagarlos.
El deterioro económico sin precedentes deterioró la vida de los venezolanos, con un producto interno bruto per cápita real retrocediendo a niveles de 1969. La pobreza y la marginalidad volvieron a ser la triste realidad de millones de venezolanos.
Esta experiencia nos deja una segunda lección: el bienestar económico solo es sostenible cuando se basa en productividad y oportunidades de trabajo, no en la “generosidad” de un gobierno temporalmente afortunado por recursos naturales o deuda pública.
El deterioro económico generó presiones políticas, pero el gobierno de Maduro limitó las posibilidades de la oposición de acceder al poder, inhabilitando candidatos y manipulando elecciones.
Y con esto, vemos cómo el “socialismo del siglo XXI” de socialismo solo tiene la represión política, y de siglo XXI tiene muy poco. Un régimen que se presentaba “a favor del pueblo” terminó reprimiendo y empobreciendo al mismo pueblo. En resumen, las cosas no son como comienzan, sino como terminan.
Una tercera lección de Venezuela es que solo las buenas políticas públicas construyen un mejor país. Las “buenas intenciones” pueden ser buenas para el discurso político, pero sin medidas económicas correctas, terminan pavimentando el camino al infierno.
En definitiva, la triste historia reciente de Venezuela deja grandes lecciones a todos los países de América Latina que enfrentan la difícil tarea de mejorar las condiciones de vida de la población y legitimar los sistemas políticos y económicos para que sean sostenibles.
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