Por Héctor Gaud
Eran dos longevas hermanas que, aparentemente, durante toda su vida residieron en la casa identificada con el número uno de esa calle, donde una de las paredes del patio colindaba con los árboles de mango y coco que habían florecidos en el patio de la casa de Doña Tabita. Por efecto de su estado de vejez, lo normal era ver a las dos hermanas sentadas en esas típicas poltronas que confeccionaban genialmente los artesanos carpinteros del pueblo que, a veces la pintaban con aquellos hermosos colores de tonalidades tropicales y caribeñas. Otras veces, si el presupuesto no alcazaba, entonces, las poltronas conservaban el color natural de la madera.
De las dos hermanas, Doña Nina era quien disfrutaba de tener funcionalidad total de sus sentidos, por el contrario, Doña Nenena había perdido el sentido de la visión y padecía de ciertas condiciones nerviosas y, por tal motivo, su hermana Doña Nina era quien velaba por las atenciones requeridas por su otra anciana hermana.
Frente a la casa de las dos hermanas estaba la casa número ocho. Esta casa había sido construida en un terreno que tenía una pendiente orientada con una descendente inclinación que tenía su origen en patio de la casa y llegaba hasta aproximadamente dos metros de la acera de la calle. Por esa condición física del terreno, fue necesario construir una pared que sirvió como muro de contención de la propiedad. Para la población barrial juvenil del entorno, esa pared se convirtió en el escenario ideal para las prácticas de los juegos de pelota donde uno de los jugadores hacía rebotar la pelota en la pared y, el jugador contrario la debía aparar. También se jugaba otra modalidad del juego, donde, a parte de hacer rebotar la pelota, también el jugador debía de correr hacia dos bases y llegar nuevamente a la pared para marcar la carrera, evitando que el jugador contrario le hiciera out.
Practicar este juego frente a la casa de las vecinas ancianas se convirtió en una especie de pandemonio, tanto para ellas como para los inquietos jovenzuelos que participaban. Pues, a Doña Nenena le producía cierto estado de nerviosismo el repiqueteo de la pelota en la pared y, si como era frecuente, la pelota entraba en la casa de las hermanas seniles, entonces, ahí mismo el juego llegaba a su fin, porque Doña Nina se apropiada de la pelota y no la devolvía.
César el gordo fue como el ángel de la guarda de aquellas hermanas, él era quien apoyaba el sustento de ellas, por eso, al momento de las partidas, fue ese buen samaritano quien pasó usufructuar la propiedad de aquellos dos seres humanos que pasaron al estado eterno de su espíritu.
El gordo César remozó la propiedad heredada y, por vía de consecuencia fue ofertada en renta y una de la familia del barrio pasó a ser su nuevo residente. Allí vivió el amigo quien la semana pasada cumplió su transitar por este reducido espacio del cosmos recibiendo las honras fúnebres de parte de sus amigos y familiares quienes les brindaron sus últimas muestras de afectos terrenal.
También fue frente a esa casa cuando en una tarde del verano año 1967, al doblar en la esquina de la Salomé Ureña, justo al frente de la casa de aquella iracunda vecina, se le observó con la bici en las manos. Pintada en colores blanco y negro, con el diseño estructural del marco en metal del que utilizan las niñas. Pero, ese detalle no era importante, lo relevante era el gesto de aquel padre que con ese regalo hacía felices a sus hijos. Entonces, lo propio era que ese presente fuera para su disfrute. A ambos lados del timón, contiguo a los engomados puños pendían los multi coloridos flecos plásticos que daban ese toque aspiracional a aquel vehículo de dos ruedas aros 20, que desde entonces se hizo responsable de los moratones y guayones de piel que desde entonces harían su aparición en los cuerpos de aquellos enardecidos adolescentes.
La bici la compró donde aquel ciudadano, quien tenía su taller de reparación y ventas ubicado en la calle 12 de julio, próximo a la 30 de marzo, en la segunda planta contigua a los almacenes donde estaba la empresa Munné & Cía. Ese ciudadano de piel negra que rondaba la ciudad en su lujosa motocicleta austriaca marca Push que, durante las noches de los domingos era aparcada frente al cine Rex, mientras se daban las tertulias en los alrededores del parque central.
Cuánto representaría el esfuerzo humano de ese padre que quiso alagar a parte de su extensión humana con el regalo de esa bici. Esa herramienta de transporte que fue utilizada para, por lo menos, realizar dos viajes a la semana en la ruta de ida y vuelta desde la ciudad a Sosúa, para acompañar al amigo durante las visitas que debía de realizar a su inmigrante padre de nacionalidad judía, quien residía en la colonia donde otros miembros de esa diáspora residían en aquellas casas fabricadas en madera, como si se tratara de un espacio establecido con las características de un kibutz, donde el desarrollo de la ganadería y la agricultura fueron las fuentes de sustento de aquellos inmigrantes asentados en ese municipio por decisión del tirano que gobernó durante treinta años.
Llegado el momento de la partida de aquel padre que con un regalo hizo feliz a parte de descendencia y, la presencia del exilio hacia la superación, como símbolo de honra para ese adorado padre, la bici fue colgada en una rama de aquel árbol de guayaba ubicado en el patio trasero de la casa, para que la combinación de los diferentes elementos químicos del ambiente decidiera su final. Allí y así quedó sellado el valor de la felicidad y agradecimiento a un progenitor.
Así un trozo y reducido espacio de calle se convierte como un escenario donde la nostalgia y la añoranza se convirtieron en semblanza de quienes por el azar de la vida, coincidieron en tiempo y espacio para compartir su transitar terrenal por este micro espacio del universo.