(Crónica creada y escrita por José Luiz Ricchetti)
Hay un silencio que llega con los años, y no está hecho solo de la ausencia de ruidos, sino de la suave transición entre lo que fuimos y lo que nos convertimos. A los 60, empiezas a sentir la sutileza del distanciamiento. La sala que antes palpitaba con sus ideas ahora parece llena de voces que ya no piden su opinión. No es un rechazo, es el ritmo de la vida. Es cuando aprendemos que nuestra contribución no está en el presente inmediato, sino en las huellas que dejamos en los corazones y mentes a lo largo del camino.
A los 65 años, te das cuenta de que el mundo corporativo, una vez tan vital, es un flujo incesante. Él sigue, indiferente a lo que hiciste o dejaste de hacer. No es una derrota, es la liberación. Este es el momento de mirarse a sí mismo, despojarse del ego y vestir la serenidad. Ya no se trata de probar, sino de enseñar, de compartir, de ser mentor. La verdadera realización no es la que se exhibe, sino la que inspira.
A los 70 años, la sociedad parece olvidarlo, pero ¿de verdad? Tal vez sea solo una invitación para reevaluar lo que realmente importa. Los jóvenes no te reconocerán por lo que fuiste, y eso es una bendición disfrazada: ahora puedes ser solo quien eres. Sin máscaras, sin títulos, solo la esencia. Los viejos amigos, aquellos que no preguntan «quién eras», sino «cómo estás», se convierten en joyas preciosas, diamantes que brillan en el ocaso de la vida.
Y luego, a los 80 o 90 años, es la familia la que, en su prisa, se aleja un poco más. Pero ahí es donde la sabiduría nos abraza con fuerza. Entendemos que el amor no es posesión; es libertad. Tus hijos, tus nietos, siguen sus vidas, como tú seguiste la tuya. La distancia física no disminuye el afecto, pero enseña que el amor verdadero es generoso, no exigente.
Cuando la Tierra finalmente te llame, no hay razón para temer. Es el último baile de un ciclo natural, el cierre de un capítulo escrito con sudor, lágrimas, risas y recuerdos. Pero lo que queda, lo que realmente nunca será eliminado, son las marcas que dejamos en las almas que tocamos.
Por lo tanto, mientras haya aliento, energía, mientras el corazón lata, viva intensamente. Abraza los encuentros, ríe en voz alta, disfruta de los placeres simples y complejos de la vida. Cultiva tus amistades como quien cuida un jardín. Porque, al final, lo que queda no son los logros, ni los títulos, ni los aplausos. Lo que queda son los lazos, los momentos compartidos, la luz que difundimos.
Sé luz, sé presencia, y tú serás eterno.
Lo dedico a todos los que entienden que el tiempo no borra, sino que solo transforma.
José Luiz Ricchetti